¿Para qué sirve el cerebro?

Por Eduard Punset

Hace tiempo descubrimos que no bostezábamos, necesariamente, para oxigenarnos; resulta que el bostezo es uno de los pocos rasgos atrabiliarios heredado de especies antecesoras nuestras, como los chimpancés. El bostezo no sirve para nada –no entra más oxígeno, como creen a menudo las personas, desperezándose y bostezando–.

Cuesta creerlo, pero es así. Ahora bien, si yo les digo que el cerebro tampoco sirve para nada o, más bien, que a estas alturas todavía no sabemos para qué sirve, seguro que no me creen. No obstante, cuando se mide la cantidad de energía, en este caso de oxígeno, que consume el cerebro de un individuo cuando intenta resolver un arduo problema matemático, pues resulta que apenas consume nada; ni le molesta; si acaso, le distrae de otras ocupaciones que no sabemos cuáles son. ¿En qué consume el 20 por ciento de la energía total disponible este órgano misterioso que sólo representa el dos por ciento del peso promedio de una persona?

Desde luego no en darnos una visión perfecta del mundo exterior. No nos la da y con razón. Recibe señales distorsionadas del sistema visual, auditivo, olfativo, táctil y gustativo, con las que reconstruye a su manera el mundo de afuera. El gran neurólogo Marcus Raichle y su equipo han descubierto que menos del diez por ciento de todas las sinapsis, es decir, los mensajes entre neuronas, acarrea información sobre el mundo exterior. ¿A qué dedica entonces su vida el cerebro?

A la luz de lo que antecede es lógico que a mis amigos neurólogos siempre les repita la siguiente pregunta. ¿Es cierto, como decís algunos de vosotros, que el cerebro es el órgano más sofisticado, no sólo del planeta, sino de todo el universo? O, por el contrario, ¿me tengo que creer a aquellos de vosotros que os referís al cerebro como a un órgano extremadamente imperfecto fruto de la evolución y el miedo? ¿En qué quedamos? ¿El cerebro es fabuloso o es mediocre?

Es cierto que al cerebro le hemos entregado las llaves de todos los resortes corporales. En términos evolutivos se ha pasado de una situación en la que unas mandíbulas, unos brazos y unos caparazones portentosos se apoyaban en un cerebro diminuto a una fase como la actual en la que un cuerpo diminuto, incluido el estómago y los sistemas defensivos, no sólo se apoya en un cerebro sobredimensionado, sino que se deja dirigir por él. Será por algo.

Así y todo subsisten enormes dudas. O si se quiere, somos conscientes de que apenas estamos empezando a saber algo de lo que nos pasa por dentro. ¿Cuál es la siguiente duda? Pues que los neurólogos como Marcus Raichle, que están profundizando ahora, por primera vez, en qué consume el cerebro la cuantiosa energía que gasta, nos están dando una respuesta cuestionada también por otros científicos. Veamos.

El cerebro utilizaría su energía en barajar los elementos constitutivos de la memoria y así predecir lo que va a ocurrir en el futuro. El cerebro serviría, sobre todo, para alertar e imaginar lo que se nos viene encima. Ahora bien, volvemos a movernos en aguas extremadamente movedizas. Uno de los consensos mantenidos hasta ahora por la comunidad científica ha sido que somos muy malos predictores del futuro. Grandes especialistas como Nassim Taleb, autor del best-seller El cisne negro –los cisnes suelen ser blancos–, han demostrado lo mediocres que somos cuando se trata de imaginar lo que va a ocurrir mañana. La prueba más innegable es la actual crisis económica mundial.

Afortunadamente, la revolución tecnológica iniciada a comienzos de los años 70 está permitiendo contemplar lo que pasa en el cerebro “en directo”. Falta muy poco para saber el final de la película.
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